sábado, 30 de diciembre de 2017

La hoja de parra


 El Chorrillo, 30 de diciembre de 2017

Hoy, trajinando con mis fotos, me encontré con una toma de un desnudo, mío concretamente, algo especial por lo inusual, dado que en el desnudo una parte de mi cuerpo aparecía admirablemente erecta y como en condiciones de hacer posible la llamada de la naturaleza que tiende a la reproducción. Es una imagen en blanco y negro realmente bella. Cuando fue hecha yo viajaba por Sri Lanka; había conocido a una amiga por Internet y casi de inmediato ella pidió un permiso en el trabajo y tomó un avión a Sri Lanka donde nos encontramos. La foto pertenece a los primeros días de nuestro encuentro; nada más natural para un aficionado a la fotografía que dar rienda suelta a su afición cuando, como en aquel caso, estaba naciendo una amistad y tanto uno como otro nos veíamos empujados a conocernos. Ella había localizado casualmente mi blog, que recogía las crónicas de medio años de viaje por Asia, y me escribió unas líneas. Yo contesté y después de un breve intercambio de emails, que no duró más de una o dos semana, ella pidió un permiso en el trabajo y elegimos un punto de encuentro que estaba en mi ruta de paso de un viaje de medio año por Asia oriental. En Colombo fui a esperarla al aeropuerto. Dos horas después nuestra mutua curiosidad no esperó siquiera a que nos diéramos una ducha en un país donde las temperaturas en aquella época eran exorbitantes. Fue días después, cuando la luz de un crepúsculo que empezaba a incendiar las fachadas de la ciudad, se hizo propicia para el fotógrafo que nos dedicamos a fotografiarnos desnudos el uno al otro en medio de una sesión no exenta de un regocijante humor. Una cama de dos metros de ancho, una sábana blanca, la luz del atardecer entrando por la gran cristalera de la habitación era todo lo que necesitamos. Desnudos como Dios nos trajo al mundo pasamos una tarde posando o adaptando la cámara a las condiciones de luz del lugar.
Hoy miro esas fotos con especial gusto. Placer por la contemplación de la imagen en blanco y negro, pero especialmente por la cruda manifestación de mi cuerpo arrobado y formidablemente erecto por la cercanía de la animala -sí, Ángel González y su poesía como recurso para que los puntillosos no se asusten- que en aquel momento, desnuda también ella, seguía mis indicaciones para hacer la fotografía. Miro y comprendo cuán estúpidamente nuestra cultura ha pretendido hacer desaparecer siempre la desnudez de su entorno. Que evidentemente hay cosas que pertenecen, pueden pertenecer, a la vida íntima de cada uno es cuestión de cajón; pero de ahí a la pusilanimidad, pudibundez, hipocresía, papanatismo con que se recurre a ocultar la desnudez –ocultar incitando así a la imaginación, que tampoco está mal del todo– hay un buen pedazo.
Quizás sea un asunto sin demasiada gracia polemizar sobre este tema. Allá cada cual con sus tabúes y sus complejos.  Sin embargo encontrarme así de repente frente a la magnífica animalidad propia, lleno el cuerpo de anhelo de hembra en una antigua toma de una calurosa tarde oriental, me hace reflexionar sobre alguna de esas verdades íntimas, más íntimas si cabe porque la sociedad las cubre con el tosco velo de lo prohibido o pecaminoso.  Mirar mi desnudez y mi erección en medio del rectángulo de la pantalla con los ojos de una agraciada animalidad que se auto observa satisfecha de sí misma, de su belleza y de su fuerza sin permitir dar paso al rubor, absorta en cada parte del cuerpo y sus formas, me produce un clase de embriaguez que bien podría compararse con la visión del más maravilloso espectáculo de la naturaleza. La conciencia del propio cuerpo y de cómo éste se manifiesta y vive su propia existencia cuando se deshace de los condicionamientos que lo atosigan, me deja nervioso en esta hora del crepúsculo en que las sombras de las ramas de los árboles se elevan un tanto espectrales contra un horizonte de fuego. Es un nerviosismo parecido al que me dejan las tormentas cuando pernocto solo en la alta montaña bajo la tela de mi tienda de campaña. El cuerpo en cierto momento se ve sacudido, algo así como si a uno le tomaran briosamente del brazo y sacudiéndole le quisieran poner ante un hecho contundente. Mira eso, abre los ojos; ¿qué dice tu alma, eh?
Anoche vi El idiota, una película de Kurosawa en donde el protagonista quedaba frecuentemente absorto frente una realidad que se le presenta de continuo ante los ojos; no entiende esa realidad porque sus esquemas de pensamientos, transformados después de haber salvado la vida en el último momento ante un pelotón de fusilamiento, vibran en una frecuencia muy diferente al de las personas de carne y hueso que le rodean. Él ha renacido de la muerte y ello ha dejado su alma limpia y sin el hollín de la hipocresía y los intereses puramente mundanos, de modo que lo torcido y los hábitos, tan rotundamente contaminados por los intereses particulares, se presentan ante sus ojos como raras anomalías del comportamiento humano.
Algo así me sucede hoy a mí cuando miro esta espléndida desnudez; la de percibir este miedo a la desnudez y la exposición explícita del sexo como una retorcida interpretación de la realidad que nos aleja de nosotros mismos y de nuestras raíces. Escribe Francisco Umbral en Mortal y rosa: “La desnudez es la selva que llevamos aún en nosotros. La carne es el último paraíso perdido e imposible. Tiene que haber naturaleza en el cuerpo, boscosidad, porque el sexo es, ante todo, una recuperación de los orígenes, y esos cuerpos desnaturalizados por un exceso de cuidado y artificio han borrado de sí la selva. Ya no son nada”. “Me da pena pensar que se perderá esta blancura. No me duele perder los brazos, las piernas, la vida, el corazón, el sexo, la pituitaria. Me duele perder lo blanco, dejar de ser blanco al dejar de ser yo. Me duele más la muerte de mi blancura que mi propia muerte”.
Conservar esa blancura de que habla Umbral, la selva, ese paraíso que es nuestro cuerpo, la recuperación de nuestros orígenes. Por ahí me parece que deben de andar los tiros. La selva y el salvaje que habita en nosotros frente a la grisura que acecha por todos los lados. La vieja satrapía impuesta por la costumbre y las convicciones morales acechan como lobos a nuestro alrededor. Hagamos votos para que nuestra desnudez y lo que ello significa de retorno a las fuentes y a la naturaleza nos rediman de los pecados de una cultura que nos aleja de nosotros mismos constriñéndonos a la condición de espectadores y súbditos de intereses ajenos.   



Nota. Naturalmente, aunque en la imagen de mi post de hoy “la obscenidad” aparezca de lejos seguro que los “castos” señores del Face y del Google me la iban a censurar. Así que me curo en salud: hojita de parra que te crió al canto… como en los mejores tiempos.

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