Hoy, trajinando con mis fotos, me encontré con una
toma de un desnudo, mío concretamente, algo especial por lo inusual, dado que
en el desnudo una parte de mi cuerpo aparecía admirablemente erecta y como en
condiciones de hacer posible la llamada de la naturaleza que tiende a la
reproducción. Es una imagen en blanco y negro realmente bella. Cuando fue hecha
yo viajaba por Sri Lanka; había conocido a una amiga por Internet y casi de
inmediato ella pidió un permiso en el trabajo y tomó un avión a Sri Lanka donde
nos encontramos. La foto pertenece a los primeros días de nuestro encuentro;
nada más natural para un aficionado a la fotografía que dar rienda suelta a su
afición cuando, como en aquel caso, estaba naciendo una amistad y tanto uno
como otro nos veíamos empujados a conocernos. Ella había localizado casualmente
mi blog, que recogía las crónicas de medio años de viaje por Asia, y me
escribió unas líneas. Yo contesté y después de un breve intercambio de emails,
que no duró más de una o dos semana, ella pidió un permiso en el trabajo y
elegimos un punto de encuentro que estaba en mi ruta de paso de un viaje de
medio año por Asia oriental. En Colombo fui a esperarla al aeropuerto. Dos
horas después nuestra mutua curiosidad no esperó siquiera a que nos diéramos
una ducha en un país donde las temperaturas en aquella época eran exorbitantes.
Fue días después, cuando la luz de un crepúsculo que empezaba a incendiar las
fachadas de la ciudad, se hizo propicia para el fotógrafo que nos dedicamos a
fotografiarnos desnudos el uno al otro en medio de una sesión no exenta de un
regocijante humor. Una cama de dos metros de ancho, una sábana blanca, la luz
del atardecer entrando por la gran cristalera de la habitación era todo lo que
necesitamos. Desnudos como Dios nos trajo al mundo pasamos una tarde posando o adaptando la cámara a las condiciones de luz del lugar.
Hoy miro esas fotos con especial gusto. Placer por la
contemplación de la imagen en blanco y negro, pero especialmente por la cruda
manifestación de mi cuerpo arrobado y formidablemente erecto por la cercanía de
la animala -sí, Ángel González y su poesía como recurso para que los
puntillosos no se asusten- que en aquel momento, desnuda también ella, seguía
mis indicaciones para hacer la fotografía. Miro y comprendo cuán estúpidamente
nuestra cultura ha pretendido hacer desaparecer siempre la desnudez de su
entorno. Que evidentemente hay cosas que pertenecen, pueden pertenecer, a la
vida íntima de cada uno es cuestión de cajón; pero de ahí a la pusilanimidad,
pudibundez, hipocresía, papanatismo con que se recurre a ocultar la desnudez
–ocultar incitando así a la imaginación, que tampoco está mal del todo– hay un
buen pedazo.
Quizás sea un asunto sin demasiada gracia polemizar
sobre este tema. Allá cada cual con sus tabúes y sus complejos. Sin embargo encontrarme así de repente frente
a la magnífica animalidad propia, lleno el cuerpo de anhelo de hembra en una
antigua toma de una calurosa tarde oriental, me hace reflexionar sobre alguna
de esas verdades íntimas, más íntimas si cabe porque la sociedad las cubre con
el tosco velo de lo prohibido o pecaminoso.
Mirar mi desnudez y mi erección en medio del rectángulo de la pantalla con
los ojos de una agraciada animalidad que se auto observa satisfecha de sí misma,
de su belleza y de su fuerza sin permitir dar paso al rubor, absorta en cada
parte del cuerpo y sus formas, me produce un clase de embriaguez que bien
podría compararse con la visión del más maravilloso espectáculo de la
naturaleza. La conciencia del propio cuerpo y de cómo éste se manifiesta y vive
su propia existencia cuando se deshace de los condicionamientos que lo atosigan,
me deja nervioso en esta hora del crepúsculo en que las sombras de las ramas de
los árboles se elevan un tanto espectrales contra un horizonte de fuego. Es un
nerviosismo parecido al que me dejan las tormentas cuando pernocto solo en la
alta montaña bajo la tela de mi tienda de campaña. El cuerpo en cierto momento
se ve sacudido, algo así como si a uno le tomaran briosamente del brazo y
sacudiéndole le quisieran poner ante un hecho contundente. Mira eso, abre los
ojos; ¿qué dice tu alma, eh?
Anoche vi El
idiota, una película de Kurosawa en donde el protagonista quedaba
frecuentemente absorto frente una realidad que se le presenta de continuo ante
los ojos; no entiende esa realidad porque sus esquemas de pensamientos,
transformados después de haber salvado la vida en el último momento ante un
pelotón de fusilamiento, vibran en una frecuencia muy diferente al de las
personas de carne y hueso que le rodean. Él ha renacido de la muerte y ello ha
dejado su alma limpia y sin el hollín de la hipocresía y los intereses
puramente mundanos, de modo que lo torcido y los hábitos, tan rotundamente
contaminados por los intereses particulares, se presentan ante sus ojos como
raras anomalías del comportamiento humano.
Algo así me sucede hoy a mí cuando miro esta
espléndida desnudez; la de percibir este miedo a la desnudez y la exposición
explícita del sexo como una retorcida interpretación de la realidad que nos
aleja de nosotros mismos y de nuestras raíces. Escribe Francisco Umbral en Mortal y rosa: “La desnudez es la selva
que llevamos aún en nosotros. La carne es el último paraíso perdido e
imposible. Tiene que haber naturaleza en el cuerpo, boscosidad, porque el sexo
es, ante todo, una recuperación de los orígenes, y esos cuerpos
desnaturalizados por un exceso de cuidado y artificio han borrado de sí la
selva. Ya no son nada”. “Me da pena pensar que se perderá esta blancura. No me
duele perder los brazos, las piernas, la vida, el corazón, el sexo, la
pituitaria. Me duele perder lo blanco, dejar de ser blanco al dejar de ser yo.
Me duele más la muerte de mi blancura que mi propia muerte”.
Conservar esa blancura de que habla Umbral, la selva,
ese paraíso que es nuestro cuerpo, la recuperación de nuestros orígenes. Por
ahí me parece que deben de andar los tiros. La selva y el salvaje que habita en
nosotros frente a la grisura que acecha por todos los lados. La vieja satrapía
impuesta por la costumbre y las convicciones morales acechan como lobos a
nuestro alrededor. Hagamos votos para que nuestra desnudez y lo que ello
significa de retorno a las fuentes y a la naturaleza nos rediman de los pecados
de una cultura que nos aleja de nosotros mismos constriñéndonos a la condición
de espectadores y súbditos de intereses ajenos.
Nota. Naturalmente, aunque en la imagen de mi post de
hoy “la obscenidad” aparezca de lejos seguro que los “castos” señores del Face
y del Google me la iban a censurar. Así que me curo en salud: hojita de parra
que te crió al canto… como en los mejores tiempos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario